
Con faldas y a lo loco
Protegidos por la sofisticación del art nouveau, cuyas prendas resultaban en vaporosos vestidos que ocultaban las formas, muchos hombres se vistieron de mujer para robar y estafar en la Buenos Aires de las primeras década del siglo XX. Falsas viudas, damas que se apodaban “la choricera”, noches en el Rosedal (ya entonces) y rápidos hurtos en el tranvía: así los conservó el mito, y Juan José de Soiza Reilly los llamó “Evas hombrunas”. Algunos de ellos eran homosexuales: sus aventuras criminales y sus biografías y perfiles a cargo de higienistas constituyen uno de los primeros registros de vida gay en la ciudad. Esta es su historia.
El más popular de estos personajes fue el español Luis Fernández, alias “La princesa de Borbón”. Alto, de rasgos agraciados, voz aflautada y grandes ojos, una crónica de aquel entonces agregaba que solía usar “un gran sombrero negro, adornado con una enorme pluma, que acentuaba el misterio de su rostro, en el que sólo sus ojos brillaban en un angustiado círculo violeta. El pie calzado admirablemente y la pierna torneada, apretada bajo una media negra con maravillosos calados, aparecía incitante, semidescubierta en una sugerente languidez muy femenina”.
Fernández fue detenido no menos de 22 veces. La primera, en 1907, cuando sólo tenía 18 años. En una de esas oportunidades, explicó: “Frente a una mujer, el hombre se vuelve hipócrita. Aun el más apasionado galán esconde sentimientos verdaderos. La mayor de las pasiones, la más encantadora de las ternuras son disfraces de lo otro. Federico Nietzsche ya lo dijo en Así habló Zaratustra: ¡Ah, la perra sensualidad, cómo se arrastra mendigando un poquito de espíritu cuando se le niega un pedazo de carne! Y Nietzsche tenía razón. Nosotros, los hombres, cuando se nos niega obstinadamente el bocado que apetecemos y que ya creíamos conquistado, rectificamos invariablemente nuestra conducta. Y solicitamos en tono plañidero que se nos deje seguir viviendo la incorpórea ilusión del amor. Pues bien, lo que yo hago no es nada más que el fruto del conocimiento que tengo de mí mismo. La naturaleza me ha dotado de características físicas femeninas. Me dio una cara hermosa, unos ojos insinuantes, una voz dulce. Tengan ustedes la seguridad que de cien víctimas mías, sólo dos o tres se animarán a delatarme. Además de hipócrita, el hombre es orgulloso. El delatarme sería confesar que se ha equivocado. Nosotros, los hombres, tememos al ridículo en materia de amor más que a ningún otro. Y lo que yo hago es precisamente eso, burlarme del amor. Pero lo hago tomando, naturalmente, precauciones. Porque, de lo contrario, la víctima llegaría a ser yo. Y no del amor, sino de un balazo”.
Si bien su actividad se centró en Buenos Aires, otros lugares de Sudamérica también fueron testigos de sus aventuras. En Lima se hizo pasar por la hija de un millonario mexicano, hospedándose en un lujoso hotel, junto a otro travesti que le servía de ayudante: “La bella Otero”. Así fue como sedujo en una fiesta a un acaudalado ministro, a quien poco después logró sacarle un abultado cheque con la excusa de haber sido estafada por su administrador y para saldar algunas deudas por juego. Tras esperar en vano su regreso, el funcionario finalmente decidió notificar la desaparición de su amada. Sin embargo, cuando la policía dio con su paradero, su cómplice ya se había fugado de Perú con todo el dinero. Entonces, para evitar que el asunto pasara a mayores, se optó por embarcarla silenciosamente rumbo a Chile, donde “La princesa” también haría de las suyas.
Allí enamoró a un joven aristócrata, quien al enterarse de su real identidad no soportó las burlas y se suicidó. Y como broche, se mostró en el Club Social de la ciudad uruguaya de Rivera nada menos que de la mano del comisario. En cambio, por estos pagos, su mayor osadía fue un intento de estafa al Congreso Nacional, “solicitando una pensión como viuda de un guerrero del Paraguay”, tentativa que fracasó, según el periodista de Fray Mocho, al descubrirse “la falsedad de un documento firmado por Carlos Guido y Spano”.
También adquirió cierta fama como bailarina de importantes cafés-concert porteños, de Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro. Ya retirado, Fernández pasó apaciblemente el resto de su existencia en Buenos Aires, merced a la buena administración de los ahorros acumulados en su ajetreada juventud.